En su primera carta Pedro nos exhorta a amarnos unos a otros a la luz de la obra que Dios ha hecho en nosotros en la regeneración (1P. 1:22-23). Nuestros corazones fueron purificados para que no continuemos bajo el dominio del egoísmo y el orgullo de nuestros corazones, que es lo que obstaculiza el desempeño del amor bíblico. Todo aquel que clama ser un hijo de Dios debe mostrar la realidad de su fe amando entrañablemente a sus hermanos. Esa es la marca distintiva del cristianismo, el amor (comp. Jn. 13:35; 1Jn. 2:9; 3:14; 4:7-8).
No obstante, aunque el pecado no reina en nuestros corazones y no nos gobierna a su antojo, todavía mora en nosotros; y no como un volcán apagado o una bomba desactivada; el pecado continúa activo en nuestros corazones y el objetivo primordial de sus ataques es alejarnos de Dios y movernos a vivir otra vez una vida centrada en nosotros mismos.
El hecho de que nuestras almas hayan sido purificadas no nos convierte en una especie de robots programados para amar. No. Somos seres humanos con voluntad y autodeterminación, y debemos tomar la decisión de actuar bajo el influjo del amor. Es por eso que Pedro escribe: “Habiendo purificado vuestras almas… para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros” (vers. 22).
En otras palabras: “Dispongan su voluntad para hacer lo que deben hacer y que han sido capacitados para hacer. Ámense unos a otros”. Es a eso que se refiere Pablo en Col. 3:14 cuando nos dice que debemos vestirnos de amor que es el vínculo de la perfección.
Debemos resistir consciente y decididamente la tendencia de nuestros corazones a vivir para nosotros mismos y, en dependencia del Espíritu de Dios, tomar la decisión de amar a nuestro prójimo y de una manera especial a nuestros hermanos en Cristo. Eso es básicamente lo que Pedro nos enseña en nuestro texto.
Lo que quiero que veamos ahora son algunas de las características que encontramos en este pasaje de 1Pedro acerca del amor al que somos exhortados en este texto. Y la primera es que se trata de una clase de amor que sólo los cristianos pueden tener entre sí. Por la gracia común de Dios los incrédulos también aman, pero no con el tipo de amor que Pedro menciona aquí. Este es un amor que es posible encontrar únicamente en un corazón que ha sido purificado, en un alma que ha sido regenerada (1P. 1:22-23).
En Gal. 5:22 Pablo dice que este amor es un fruto del Espíritu. Sólo por la obra del Espíritu Santo en el corazón de un hombre es que alguien puede amar con esa clase de amor. Por eso es que la Biblia presenta este amor como el distintivo por excelencia de los cristianos. “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Jn. 13:34). Esta clase de amor toma al Señor Jesucristo como nuestro modelo. Él se encarnó y murió en una cruz para salvarnos; y ahora nos dice: “Es con esa clase de amor que deben amarse unos a otros”. “En estos conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn. 13:35). “Por esa clase de amor seréis identificados, porque sólo los cristianos pueden amar así”.
El idioma griego posee varias palabras para designar el amor, pero la que más se usa en el NT es la palabra griega ágape que es la que Pedro usa en nuestro texto al ordenar que nos amemos unos a otros. A menudo se ha dicho que el amor ágape se distingue porque es un amor sacrificial y ciertamente es una clase de amor que nos lleva al sacrificio, si es necesario. Pero lo que distingue el amor ágape de los otros tipos de amor es que va más allá de las emociones y más allá de lo espontáneo.
Es natural y espontáneo que yo ame a mi familia (la sangre llama, dicen algunos) o que ame a mis amigos. Muchas personas se sienten atraídas hacia otras por su forma de ser, por su carácter, por la afinidad de temperamento y se acercan a ellos en una forma natural y espontánea.
Pero el amor ágape está por encima de todo eso. Es un amor de principio que conquista nuestra voluntad y nos mueve deliberadamente a buscar el bien de otros, sea que nos agraden o que no nos agraden. Un estudioso del NT y experto en el idioma griego, dice lo siguiente al respecto: “Este ágape, este amor cristiano, no es una simple experiencia emocional que nos [viene] espontáneamente; es un principio deliberado de la mente, una conquista deliberada, una proeza de la voluntad. Es la facultad de amar lo que no es amable, de amar a la gente que no nos gusta. El cristianismo… demanda que tengamos en todo tiempo una cierta actitud mental y una cierta inclinación benevolente hacia los demás sin importarnos su condición” (W. Barclay).
Es imposible alcanzar ese nivel de amor, conquistar de ese modo nuestra propia voluntad en nuestras propias fuerzas. Pero la buena noticia es que Dios ha transformado nuestros corazones y ha puesto Su gracia a nuestra disposición para que podamos amar así. Por eso esta clase de amor se usa como parámetro de evaluación para saber si somos cristianos o no.
Si tu amas a los que te aman y haces bien a los que te hacen bien, ¿qué haces de más? pregunta el Señor en Mt. 5:47; eso es lo mismo que hacen los inconversos. Lo que distingue a los cristianos es el hecho de que ellos pueden amar como Dios ama (Mt. 5:43-48). Dios nos amó cuando no merecíamos ser amados, cuando éramos desagradables para Él. Pero aún así nos amó, desde antes de la fundación del mundo y nos escogió para hacer una obra transformadora en nosotros que nos convirtiera en personas amables. Y ahora nos dice: “Ámense así, porque de ese modo mostrarán a todos que sois mis hijos”.
Así que este es un amor distintivamente cristiano; sólo los cristianos pueden amar así; y deben amar con este amor a todos los hombres, sean cristianos o no. Sin embargo, en el texto que tenemos por delante Pedro está señalando un deber más específico. Pero eso lo veremos, si el Señor lo permite, en la próxima entrada.
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